Vida perra
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………………..Vida perra (borrador de micro-ensayo sociológico-perruno).- Enseguida se sabe si un perro lleva una vida perra o no. No hace falta ver el pedigrí, ni el libro de vacunaciones, ni saber si lleva chip. Ni siquiera hace falta ver el grado de idiocia de la cara del dueño o el perímetro del panículo adiposo de su dueña, para saberlo. No, no, la cosa es mucho más sutil. Basta, por ejemplo, con saber el barrio en el que estás, o sea, ser consciente de la morfología urbana. Las ciudades deberían ser espacios públicos democráticos, pero no lo son. Las ciudades están llenas de brechas, de zonas exclusivas donde ni tú ni yo podemos entrar. De sitios donde te insinuan, ¡Psss, Psss, qué pintas tú aquí! También están llenas de guetos, de les banlieues, de espacios creado para marginación, de suburbios. Bien, pues los perros son hijos de sus dueños y están condenados a llevar su misma vida. Los perros de la foto, por ejemplo, son perros de clase media, se ve enseguida. Basta mirar la calidad del collar que llevan en el cuello y la marca de pantalones vaqueros de su dueño. ¡Perra vida! Todo esto pensarás que es una cuestión menor, pero no lo es. En realidad es un problema epistemológico de profundo calado, porque se cuestiona el objeto formal y material de estudio de las ciencias sociales, que no debería ser la sociedad, ni las personas, sino los perros. Pero de eso hablaremos otro día. Juan Yanes
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La Furnia
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La Furnia.- La tarde se cerraba cuando bajamos por el sendero hasta La Furnia. Había pleamar, o quizá, mar de fondo porque subía un rugido sordo hasta nuestros pies como un hervidero de leche espesa. Batían las olas la piedra negra y el aire se iba enrojeciendo como el vientre inmenso de un animal estirado sobre el horizonte. La mañana había dejado un rezago de azules y añiles. Manchones incontables de olivino confundían la tierra con el mar que no cubría la espuma. Verde seco de los cardones, verde de los fondos de algas, azufre de las tabaibas y, otra vez, el verde atenuado de las bajas. Vibraba la luz mortecina como si hubiera miles de peces de oro derramados sobre el agua. A ratos, se veía el movimiento del cardumen y la silueta del pescador de muriones. El murmujeo de su voz tratando de seducir a la sierpe, ¡coo, morena, coo! ¡ajoó, morenita, ajoó! Esperamos quietos al filo de la lava, hasta que pasó el hilo incandescente del rayo verde sobre nuestros ojos, pero entonces nosotros estábamos ya al otro lado del mundo, tocando las pálpebras de la noche como niños ciegos. Juan Yanes
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